El triunfo de Milei no trae cosas “buenas” ni “malas” para América Latina. En todo caso para Argentina, que lleva varios años siendo, entre las economías grandes, el pariente pobre al que siguen invitando en la consciencia de que habrá que pagarle la cuenta cuando diga -otra vez- que olvidó su cartera en los otros pantalones.
Y es en parte ese estado de desesperación el que lleva a los electorados a votar por personajes estrafalarios, con proyectos superfluos, como de estudiante que conoce todo de apuntes, y con modales de bravucón de cantina. En ese sentido, el señor Milei no es siquiera una figura demasiado contundente, sino un resabio de otros populistas de derecha, de épocas más interesantes. Pero esto es quizás lo que vale la pena resaltar, aunque primero, un paréntesis.
Quienes señalan muchas semejanzas entre Milei y AMLO, pierden de vista el fondo. En el discurso por supuesto que hay semejanzas, porque el populismo es ante todo una estrategia discursiva, desprovista de contenido. Se basa en señalar una división fundamental entre pueblo (los que apoyan al líder) y la élite (quienes no lo apoyan). Una vez hecha la división, se presume el respaldo y la legitimidad popular para las medidas del populista, que pueden ser opuestas: privatizaciones o expropiaciones, estatismo o librecambismo, da igual.
Un columnista dijo que, como Milei, que quiere desaparecer el banco central, AMLO “quiso, pero no pudo” desaparecer el Banco de México. Esto es una estupidez o una mentira grosera, lo que se prefiera. De hecho, las dos instituciones que el presidente ha respetado hasta en el discurso, porque sabe las consecuencias económicas e internacionales de no hacerlo, han sido el INEGI y el Banco de México. El presidente de México tiene muy claro que ignorar las reglas del sistema monetario internacional puede derrocar cualquier clase política, porque él lo vivió en carne propia, con aquella que lo formó en los años setenta.
En sus planteamientos iniciales, de hecho, hay más bien antagonismo. AMLO quiere más Estado, pero menos administración pública. Más política y menos gobierno. Esto no era posible porque gobernar no es decidir, sino administrar, y para esto último hace falta un aparato y funcionarios competentes, no un movimiento de operadores de calle. Del próximo presidente argentino, los primeros planteamientos son privatizaciones en masa. La privatización es una de las palabras más despreciadas por el presidente AMLO desde el inicio del gobierno.
Milei sí quiere menos gobierno, porque es un merolico del Consenso de Washington de hace 35 años, de los que pensábamos que estaban extintos. Luego de la crisis de la deuda de todos los países en los años setenta y ochenta, que volvieron inviable políticamente el sostén del Estado de bienestar, el programa neoliberal anti estatista adquirió fuerza y credibilidad. Una crisis, casualmente, como la misma en la que se encuentra Argentina en este momento. La solución no fue la que se intentó, por supuesto, pero nadie parece inmutarse por ello, y ahora se repiten, con precisión milimétrica, las mismas peroratas.
Lo cierto es que -aunque debatible- los planteamientos de Milei serían impensables en un entorno de normalidad democrática o siquiera económica. No obstante, son comprensibles en un contexto político en que las personas tienen una situación económica precaria pero, además, pertenecen a una cultura política de altas, altísimas expectativas sobre sí mismos y sobre su propia importancia nacional. Son estas últimas, las famosas rising expectations, las que vuelven volátil una situación crítica. Tampoco ayuda el hecho de que a los argentinos les importe un bledo pedir prestado y no pagar, pero bueno, cada quién sus cubas.