Sujetar el desempeño del gobierno a la disciplina propia de quien milita en un partido es una pretensión desmesurada.
Si bien nadie puede discutir que el momento electoral es protagonizado por los partidos, tampoco se puede cuestionar que la fase gubernativa en la democracia se desplaza sobre rieles que atañen al conjunto de la sociedad, a su naturaleza plural y diversa, sujeta entonces a un ordenamiento normativo institucional.
No es de poner en duda el sello que los partidos aspiran a imprimir en los gobiernos que derivan de los triunfos que obtienen; pero tampoco se puede discutir el hecho de que las políticas públicas y, en general, las acciones de gobierno enfrentan el imperativo de instrumentarse al margen de sospechas de parcialidad, sentido faccioso o clientelar y que están inscritas en un andamiaje que marca su sentido en el ánimo de un interés general institucionalizado.
Dentro de ese contexto, existe una esfera en la cual los gobiernos pueden actuar conforme a las orientaciones que identifican a la fuerza política de la que provienen; es el espacio de las políticas públicas, de los programas a instrumentar y del ejercicio presupuestal. Pero en la medida que se le transgrede para pretender impactar en circuitos adicionales, como el de los otros poderes, los organismos autónomos, las fuerzas políticas opositoras y sus militantes, entonces se está en una actitud invasiva propia de los regímenes autoritarios.
También se mira a esa tendencia cuando el desempeño del gobierno busca desentenderse del marco regulatorio que lo ordena, para así ir por la ruta de la excepcionalidad, de la baja o nula fiscalización y de la promoción de su partido.
La tendencia de esta gestión gubernativa no está a discusión, pues ha dejado testimonios suficientes de su propensión como lo acreditan sus reyertas presupuestales con el poder judicial, su interés de limitar al INE, de sujetar al tribunal electoral, de diezmar a la Comisión de Derechos Humanos y de inutilizar al de acceso a la información pública. Reiteradamente el gobierno intenta adoctrinar o domesticar a instancias que se encuentran formalmente fuera de su control; su intención es invadirlas, colonizarlas, estrecharlas y someterlas.
El proceso que tiene lugar implica una subordinación de la autonomía del Estado a los intereses del partido en el poder y de la gestión que éste realiza en el gobierno, a modo de lograr un dominio tal que su continuidad quede asegurada por la vía de disminuir a la pluralidad política y, con ello, la posibilidad de la alternancia.
Los intereses del partido en el poder se expanden a través del gobierno y se afirman con el control que se pretende sobre el Estado; en el primer caso, por la vía de identificar los intereses del gobierno con los de su partido y de hacer que, en la medida de lo posible, los programas que éste instrumenta y la canalización del gasto público, sean el soporte de la propia estructura partidista; el segundo caso transita por la vía de subordinar al Estado mediante una trama que consiste en atacar sistemáticamente las decisiones de órganos que escapan al control directo del gobierno, y que se pronuncian de forma distinta o contraria a sus orientaciones.
El capítulo que se vive con la separación anticipada de Arturo Zaldívar de su condición de ministro de la Suprema Corte de Justicia es todo un caso, pues lo ha hecho para incorporarse activamente a la actividad política, contrariando con ello la tesis propagada por el partido en el gobierno y en la coincidencia de otras fuerzas políticas, en el sentido de imponer condiciones restrictivas a quienes dejan de ocupar cargos de relevancia o estratégicos en la vida pública del país.
Se trata de que quienes han sido parte directa en decisiones fundamentales en la vida del Estado y del gobierno, eviten involucrarse inmediatamente -sin mediar ningún plazo de tiempo- en actividades posteriores o de empleos que pongan dudas sobre la imparcialidad con la que se condujeron. Si sobre el ahora exministro Zaldívar existieron interrogantes sobre el desempeño que tuvo cuando ocupó ese cargo, ahora la incógnita se despeja para dejar ver su vínculo o simpatía partidista.
Una vez encaminado tal descaro, el sello del partido en el gobierno se trasmina sin rubor en la terna que se ha propuesto para cubrir el espacio que dejara Arturo Zaldívar; habiendo sido rechazada por no considerar que sus integrantes reunieran las condiciones necesarias para el desempeño de la responsabilidad, la segunda propuesta insiste en dos de las tres opciones planteadas. Muestra que vuelve a la carga sobre su determinación de lograr alineamiento político partidista en el reemplazo.
En esta temporada electoral el gobierno agudiza su intencionalidad para constituirse en el gran agente para promover los intereses de su partido y para intentar su permanencia en el poder; el hecho vuelve sus pasos sobre la historia de cuando iniciara nuestra transición democrática para romper los mecanismos y obstáculos más visibles y evidentes que ponían freno a la competencia política, la pluralidad y la alternancia.
Eso explica por qué el gobierno no se aleja de la lucha política, la razón de participar en la liza electoral, de emitir sus opiniones para dar línea y marcar el apoyo a su candidata; establece la pauta que impulsa a los integrantes de su administración a repetir ese código de conducta.
Un gobierno de partido y no un partido en el gobierno; se retorna sobre el viejo camino.