Uno de los fenómenos en los que, tristemente, aterrizó el presidencialismo mexicano como resultado de una de sus etapas de mayor hipertrofia, se refiere a las crisis que puntualmente se repitieron en 1976, 82, 88 y 94; es decir hacia los finales de esos sexenios.
El país no parecía poder superar una cita tan catastrófica y reiterada como las devaluaciones que se heredaban, en cada caso, de las administraciones salientes, lo cual sucedía puntualmente una vez que se habían celebrado las elecciones presidenciales respectivas. Es decir, se cumplía el ritual de legar el poder a un nuevo gobierno proveniente del mismo partido, habiéndose mantenido, hasta el límite posible, una imagen de éxito o de superación de las principales dificultades de modo de llegar a las elecciones presidenciales en medio de un ambiente propicio y de buena calificación de la administración saliente.
Pero el artificio en la imagen de triunfo del gobierno que culminaba su encargo pronto se desvanecía, pues entre las primeras acciones que tomaba el nuevo responsable de la presidencia se encontraba la devaluación de la moneda, lo que se presentaba como resultado necesario de cara a la catástrofe financiera precedente y que, ahora sí, era desnudada junto con la exhibición de sus excesos, irresponsabilidades y de acciones judiciales en contra de algunos de sus presuntos responsables, pero nunca de quien había sido titular del poder ejecutivo federal.
Había, pues, un pacto de transición de un gobierno a otro; el nuevo se deslindaba del anterior como requisito para instaurar el nuevo proyecto y como necesidad para generar un claro deslinde respecto de quien lo había antecedido, de los desmanes en los que había incurrido y que serían paulatinamente develados de forma contundente a través de presuntos hallazgos y de la divulgación de la información respectiva.
La consigna de entonces: gobierno que devalúa, se devalúa; pero en esta fase de 1976 a 1994, la administración entrante lo hacía respecto de la anterior, de modo de hacer caer sobre ella todo el fango y construía así un comienzo impecable, “libre de toda culpa”.
La fase de las crisis económicas reiteradas de carácter sexenal tuvo varios componentes, entre ellos la llegada a término del modelo de sustitución de importaciones, la culminación de la etapa del patrón oro, la crisis de la deuda, la llamada crisis del petróleo, el nuevo ciclo de la globalización. Pero coincidió e incidió también en ello, el manejo presidencialista de la economía y de las finanzas públicas, que se distinguiera por procesos de sobreendeudamiento, pérdida del dinamismo de la economía, tendencia inflacionaria, desorden en el gasto, ampliación inercial y excesivo del aparato público, debilidad del régimen de recaudación fiscal, entre los principales factores.
De ahí que culminara esa fase de las crisis cíclicas sexenales con el proceso que desprendió del manejo del poder ejecutivo la política monetaria, merced a la autonomía del Banco de México que, sin duda, aportó las bases para la estabilidad de nuestra moneda, el peso, del que se goza en la actualidad.
En esa perspectiva fue posible que desde el año 2000, el relevo de los gobiernos pudiera realizarse sin el componente de las crisis devaluatorias que fueron comunes durante la etapa anterior; también incidió en la estabilidad monetaria, el abandono a los tipos de cambio fijos y que se asumiera la famosa flotación, que favoreció los ajustes monetarios graduales en tiempo real, propiciando un mejor alineamiento del conjunto de la economía.
Pero lo que aquí interesa es llamar la atención sobre el efecto distorsionante en la disciplina fiscal y, en general, sobre la marcha de la economía, cuando aparece el factor del presidencialismo en alguno de los mecanismos que puede utilizar para separarse de la disciplina que debe observar cuando, como es el caso, genera un endeudamiento excesivo producto de un gasto igualmente desbordado y que es posible mediante el respaldo acrítico de su partido en el Congreso por contar, con sus aliados, con la mayoría necesaria para hacerlo.
Esa historia ya se conoce; ahora se reescribe, como sucedió en el pasado, en la etapa final de la administración y de cara al estrés que presenta el cierre de su encargo respecto de culminar obras en curso y cuya evaluación no ha sido debidamente presentada; sobre la cuales, por cierto, penden severas dudas sobre su viabilidad financiera, como ya ocurre con el Aeropuerto Felipe Ángeles, cuya operación sigue demandando un importante subsidio del gobierno, en el marco de un registro de operaciones sumamente débil, a pesar de los denodados esfuerzos del gobierno para introducir medidas que eleven su actividad y justifiquen así la inversión que se hizo para ponerlo en pie.
Lo anterior, sin inmiscuir sospechas obvias sobre la elevación del gasto en la etapa electoral, y de la posible distracción de recursos extraordinarios para tales fines.
Para este año 2024 el gobierno ha planteado un déficit que ronda el 5.4 % del PIB, lo cual sólo tiene parangón con lo ocurrido en 1989, cuando se alcanzó un índice deficitario superior (5.7 % del PIB). Desde luego no es buen indicio que al final de su responsabilidad la administración plantee un endeudamiento de tal dimensión, aunque es igualmente sugestivo que así lo haga, pues se inscribe como un instrumento estratégico para proyectar el éxito de una administración en su etapa de finalización.
Le experiencia que se tuvo con el ciclo de la etapa final de las administraciones en el ciclo entre 1976 y 1994 no puede ser más aleccionador en cuanto a lo nocivo de un déficit financiero en la fase de cierre. Es cierto que no se espera una devaluación para este año, pues ya no ocurren como en antaño cuando había paridades fijas; pero ya se encuentra decretada una situación compleja en tanto el déficit planteado llega al borde de la sostenibilidad fiscal del país.
La administración que culmina su periodo de gobierno en este año llegará a un alto nivel de endeudamiento y al límite de la capacidad que tenemos como país frente a nuestro nivel de ingresos fiscales. Como antaño, el presidencialismo exacerbado vuelve por sus fueros; dejará un país en graves apuros, como lo hizo en su etapa de mayores excesos. Como dicen en el rancho, “dejará la víbora chillando”.