La salud de las finanzas públicas es propósito fuera de discusión en la vida política de México, independientemente de las tendencias ideológicas encuadradas en la derecha, el centro y la izquierda.
Múltiples y nocivas fueron las consecuencias del excesivo endeudamiento y del descuido financiero en el pasado para el país, deterioran el ingreso de las familias, llevaron a la quiebra de negocios, pérdida de empleos, procesos inflacionarios galopantes; negociaciones difíciles para el pago de la deuda vinculadas, forzadamente, a programas disciplinarios de ajuste con graves costos sociales y de otorgamiento de garantías por la vía de elevación de las tasas impositivas (el IVA en 1989).
Así, la racionalidad y eficiencia del gasto público y de la inversión son factores de observancia necesaria. Pero cuando se trata de operacionalizar esos criterios, se abre una discusión intensa; de un lado la racionalidad extrema puede llegar a restricciones radicales difíciles de sostener como en el caso de involucrar aspectos que no pueden estar sujetos a reducción como el mantenimiento de instalaciones e infraestructura para el servicio público; entran también a la lisa del debate el costo- beneficio de las grandes inversiones.
Se trata de que el presupuesto pueda ser visto desde una perspectiva integral que suponga el análisis de racionalidad tanto del gasto corriente como de la inversión pública y del servicio de los compromisos adquiridos, especialmente la deuda pública, en su relación con los ingresos que se tienen, para producir un balance adecuado entre ingresos y gastos.
El criterio de la austeridad republicana parece inobjetable, pero acaba siendo contradictorio si en la contraparte se exhibe un despilfarro autoritario caracterizado por la renuencia de someter a las grandes obras al proceso de valoración establecido respecto de la evaluación de los proyectos, su impacto ambiental, proceso de adjudicación de las obras y de su fiscalización.
Con cierta lucidez, comúnmente se compara el ejercicio financiero de un país con el de una familia. Sin duda que se trata de una sobre simplificación, pero no deja de ser ilustrativo; en este caso viene a cuento porque sirve el parangón de un jefe de familia que invierte en proyectos que asume que serán exitosos, pero evade la discusión sobre ellos, al tiempo que para realizarlos requiere de un flujo de recursos que lo obligan a restringir el gasto básico en alimentación, escuelas, transporte, vestido, diversión, etc. La solidaridad de los integrantes de la familia lleva a que se asuman las limitaciones de gasto que se deriva de la realización de los grandes proyectos que se han establecido, pero surge la discusión o cuando menos el sentimiento sobre si esas decisiones son las más adecuadas o las más justas.
Algo así está ocurriendo con la idea de la austeridad republicana y que se desea llevar hasta la dimensión de franciscana, que implica limitar, a un máximo rigor, gastos que ya habían estado condicionados y que ahora se pretende tengan nuevos recortes; mientras las grandes obras incrementan sus costos conforme a lo originalmente previsto, al tiempo que tiene lugar una amplia polémica su utilidad, pero se decidió evadir esa discusión.
Claramente se exponen dos raseros, de un lado una austeridad que pasa del parámetro republicano para arribar al calificativo de franciscana; de la otra parte, el ejercicio de un gasto de inversión sin restricciones, que se ha elevado continuamente y que carece de claridad en cuanto al retorno de la inversión, de un ejercicio riguroso de sustentabilidad que considere el deterioro ambiental que producen, la forma de compensarlo y de reponerlo, que carece de una evaluación precisa de su beneficio social.
El caso del aeropuerto Felipe Ángeles es paradigmático, pues fue inaugurado sin que estuvieran completadas las obras adyacentes que le otorguen funcionalidad -aunque ya se cuenta con buena parte de ellas -y en circunstancias en donde subyace un importante debate de carácter técnico sobre el espacio aéreo, en cuanto a las operaciones simultáneas de despegue y aterrizaje entre ese aeropuerto y el AICM y de la intensidad con la que, en su caso, se puedan realizar tales operaciones. Por si fuera poco, en un momento en el que ha sido degradada la calificación de seguridad aérea del país a categoría 2, y en que se suspende parcialmente y de forma escalonada la operación del AICM debido al mantenimiento de las pistas y de la necesidad de reparar la estructura de la Terminal 2.
Ocurre una paradoja, pues se ha inaugurado un nuevo aeropuerto internacional destinado a aliviar la crisis que se tenía con el AICM; pero ahora que la gravedad de éste se ha exacerbado, el nuevo aeropuerto no aporta la alternativa de operación que sería necesaria para sortear el problema.
En efecto, no es la mejor fórmula combinar la austeridad republicana con el despilfarro autoritario; tampoco lo es la proclama de abatimiento a la corrupción cuando ésta subsiste como lo muestra Segalmex, y se mantiene en niveles altos en la percepción de la población; cuando otros instrumentos de evaluación como Compranet existe, pero no opera bajo la vieja respuesta de que se “cae el sistema”.